¿Te imaginas que un país desarrollado, con una economía robusta y una infraestructura envidiable, de repente se tope con una bronca tan elemental como la falta de casas? Pues eso es justamente lo que le está pasando a Alemania, y la cosa es más profunda de lo que parece, porque su crisis de vivienda ha llegado a un punto crítico: ¡no tienen dónde alojar a los nuevos reclutas de su ejército! Es una paradoja que nos invita a reflexionar sobre cómo las prioridades nacionales pueden cambiar en un abrir y cerrar de ojos, transformando lo que antes era un “dividendo de paz” en un nuevo y urgente desafío.
Durante décadas, tras el fin de la Guerra Fría y la reunificación, Alemania apostó por la diplomacia, el comercio y el desarrollo civil. Desmanteló gran parte de su capacidad militar, y muchas de sus bases, antes activas, fueron vistas como una oportunidad de oro para aliviar la escasez de vivienda. Se reconvirtieron en barrios, parques o centros comunitarios. Un ejemplo claro es Heidelberg, donde una antigua base estadounidense se estaba transformando en un nuevo hogar para miles de personas. La idea era genial: aprovechar ese suelo para construir viviendas en un país que siempre ha tenido una demanda habitacional alta. Pero el mundo cambia, y con él, las urgencias geopolíticas. La ofensiva de Rusia en el este y la volátil postura de aliados clave han hecho que Berlín reevalúe su estrategia, dándose cuenta de que la seguridad ya no puede delegarse completamente.
Ahora, con la urgencia de rearmar y expandir su ejército —se planea sumar 80,000 soldados en cinco años y se contempla la reintroducción del servicio militar—, Alemania se ha topado con un problema enorme: no hay espacio. Las bases que se convirtieron en vivienda ahora se necesitan de nuevo para uso militar. Esto ha generado una fricción directa entre dos necesidades legítimas pero competidoras: una defensa creíble y vivienda asequible para los ciudadanos. Es un choque físico y político por un recurso que no se puede ampliar: el suelo. El gobierno ya ha pausado la conversión civil de propiedades militares y está acelerando la construcción de nuevos cuarteles, lo que implica una inversión millonaria y, en ocasiones, tensas negociaciones con gobiernos locales y votantes que ya contaban con esos terrenos para desarrollos civiles.
Este dilema alemán nos recuerda lo frágiles que son los planes a largo plazo cuando la geopolítica se sacude. El país, que por tres décadas operó bajo la premisa de una Europa sin grandes guerras, ahora debe reajustar sus instituciones, leyes urbanísticas y las expectativas de sus ciudadanos a una realidad que cambió drásticamente el 24 de febrero de 2022. No es solo una cuestión de ladrillos y cemento; es la colisión entre dos calendarios históricos: el de la normalidad civil y el del abrupto retorno del riesgo estratégico. Alemania está en un proceso de redefinición de su contrato social, donde el consenso para una economía de defensa exige no solo dinero y gente, sino también el recurso más valioso y escaso: el espacio. Es una lección para todos: las decisiones de hoy tienen consecuencias insospechadas mañana, especialmente cuando el tablero mundial se mueve.

