En un mundo donde la tecnología avanza a pasos agigantados, hemos comenzado a verla no solo como una herramienta, sino como algo que podría responder a nuestras preguntas más profundas. La tecno-religión surge precisamente de esta necesidad humana de encontrar respuestas y sentido en lo que nos rodea. Silicon Valley, ese epicentro de innovación y escepticismo, ha sido testigo de cómo algunos visionarios comenzaron a ver en la tecnología un camino hacia la salvación, transformando a fundadores de startups en figuras mesiánicas y al biohacking en rituales modernos. Pero ¿qué pasa cuando esta fe tecnológica se encuentra con la religión tradicional? El panorama se vuelve fascinante y complejo.
En los últimos años, hemos presenciado un cambio significativo: tecnólogos prominentes han comenzado a abrazar abiertamente la religión convencional. Figuras como Peter Thiel han inspirado movimientos como ACTS 17 Collective, buscando difundir el evangelio en el corazón de la tecnología. Emprendedores que antes ocultaban su fe ahora la expresan sin reservas, mientras líderes como Elon Musk y Jason Calacanis comparten pasajes bíblicos en redes sociales. Este retorno a lo espiritual contrasta con propuestas como la Iglesia de la IA fundada por Anthony Levandowski, que propone venerar a la inteligencia artificial como una deidad. Incluso el Vaticano ha entrado en la conversación, advirtiendo sobre los peligros de una IA todopoderosa y organizando debates sobre sus implicaciones éticas y sociales.
La realidad es que la IA generativa, por más impresionante que sea, sigue siendo profundamente humana. Se alimenta de nuestros datos, refleja nuestras contradicciones y comete errores tanto catastróficos como hilarantes. Oscila entre la genialidad y el sinsentido, entre la ternura y la frialdad, demostrando que su esencia no es divina sino terrenal. Su mera existencia puede parecer milagrosa, pero lo mismo podría decirse de la existencia humana. La IA no es omnisciente ni infalible; es un reflejo de quienes la creamos, con todas nuestras virtudes y defectos. Quizás el verdadero milagro no esté en la tecnología misma, sino en nuestra capacidad para cuestionar, crear y, sobre todo, mantener nuestra humanidad frente a lo que diseñamos.

