Imagina un mundo donde la velocidad era una frontera inexplorada, donde cada avance mecánico parecía sacado de una novela de ciencia ficción. A principios del siglo XX, mientras los hermanos Wright apenas alzaban el vuelo y Ford revolucionaba la producción en serie, había una obsesión que encendía la imaginación de ingenieros y entusiastas: romper récords de velocidad. Y en medio de esta efervescencia, una máquina nacida en Italia, conocida como “La bestia de Turín”, se propuso dejar su huella en la historia, disparando fuego por los costados y alcanzando velocidades que hoy nos parecen insólitas para su época.
Aquellos años dorados de la ingeniería fueron testigos del nacimiento del automovilismo como deporte y como vitrina tecnológica. Las primeras carreras, como la de París a Rouen en 1894, no eran solo competencias; eran demostraciones públicas de lo que la mente humana y el acero podían lograr. Mientras en otras latitudes los autos eran una rareza, en Turín, la Fabbrica Italiana Automobili Torino, mejor conocida como Fiat, ya tenía la mira puesta en lo grande. Sabían que imponer un nuevo hito de velocidad no solo sería un triunfo de ingeniería, sino una declaración contundente al mundo. Querían construir el auto más rápido del planeta.
Para cumplir este sueño, Fiat no escatimó en recursos y apostó por la grandeza. En 1910, pusieron manos a la obra con un proyecto que era pura audacia: el Fiat S76. Este monoplaza era, en esencia, un motor con ruedas. Y qué motor: cuatro cilindros, sí, pero con una cilindrada descomunal de ¡28.4 litros! Para que se den una idea, un deportivo moderno de alto rendimiento que supere los ocho litros ya es una joya de la ingeniería. El S76 generaba 290 caballos de fuerza a 1900 rpm, una potencia que lo hacía temblar hasta el chasis, y pesaba cerca de 1,700 kilogramos, una mole para su tiempo. Era una criatura diseñada sin concesiones, solo para la brutalidad de la velocidad, inspirada en parte por el Blitzen Benz que ya había rozado los 212 km/h.
La búsqueda del récord no fue sencilla. Pietro Bordino, uno de los pilotos que lo probó, se negó a llevarlo más allá de los 145 km/h, una muestra clara de la bestialidad de la máquina. Tras intentos en Inglaterra e Italia, Fiat encontró el lugar perfecto en Ostende, Bélgica, y el piloto ideal en Arthur Duray. Fue allí, en diciembre de 1913, donde “La bestia” desató todo su poder, marcando una impresionante velocidad punta de 212.87 km/h. Sin embargo, un problema mecánico en la vuelta impidió que el récord fuera oficialmente reconocido. La Primera Guerra Mundial puso fin a su corta pero intensa vida, y el S76 fue desmantelado. Pero la historia no termina ahí. Años después, una de estas unidades fue restaurada meticulosamente y, en 2019, hizo una aparición estelar en Goodwood. Los videos de su regreso son impresionantes: el chasis retorciéndose, las llamaradas saliendo por los costados, y la descripción de un historiador que lo vio en acción, diciendo que “disparaba llamas a las caras de peatones inocentes y los ensordecía” al pasar por la ciudad, solo confirman que era una verdadera bestia.
La historia del Fiat S76 es más que la crónica de un récord de velocidad. Es un recordatorio fascinante de cómo la humanidad ha empujado siempre los límites de la tecnología y la ingeniería. Desde los primeros autos que apenas se movían hasta este monstruo que escupía fuego, cada paso, cada intento, oficial o no, ha contribuido a forjar el camino de la innovación. “La bestia de Turín” es un testimonio ruidoso y ardiente de una era donde la valentía y el ingenio se unían para conquistar lo imposible, dejando un legado que sigue asombrándonos casi 110 años después.